Una aproximación a una de las reflexiones más arraigadas de la Semana Santa y su vigencia gracias a la música de Joseph Haydn y la naturaleza humana de la muerte como espectáculo.

Por P. Giampiero Gambaro, OFM. Vicerrector administrativo de la UCSS.
La devoción de las Siete Palabras de Jesús en la cruz es una antigua tradición que se inicia en el siglo XII, contemporánea al inicio de la aventura de San Francisco y del franciscanismo, y que es una contemplación del Señor Crucificado. Es una manera de poder acoger estas palabras esenciales que el Señor nos entregó antes de morir.
¿Cómo comenzó esta aventura y cómo surgió el éxito espiritual de esta devoción? Se desarrolla a lo largo de los siglos a través de la difusión del franciscanismo y llega hasta la devoción moderna (devotio moderna), que tiene sus propios pliegues, sus propias formas, sus propias sensibilidades, hoy quizá obsoletas desde ciertos puntos de vista, pero que encuentran su máxima expresión en un acontecimiento artístico, concretamente en la música: Las Siete Palabras de Cristo en la cruz, de Franz Joseph Haydn, que siguen siendo muy famosas[1].
Haydn cuenta, unos años después de este encargo realizado en 1786: “Hace unos 15 años me invitaron a escribir música instrumental sobre las últimas siete palabras de nuestro Salvador en la cruz. El encargo fue del obispo de la ciudad de Cádiz, en cuya catedral era tradición interpretar, cada año durante la Cuaresma, un nuevo oratorio, de carácter muy evocador, pero que conllevaba importantes limitaciones para el compositor. Las paredes, ventanas y columnas de la iglesia estaban cubiertas con cortinas negras y solo una gran lámpara colgada en el centro de la bóveda del templo rompía la solemne oscuridad. Al mediodía se cerraban las puertas y comenzaba el rito. Después de una breve oración, el obispo subía al púlpito, pronunciaba la primera palabra o frase con su propia reflexión sobre ella; luego se postraba ante el altar durante unos diez minutos, durante los cuales se tocaba música. Luego, el obispo pronunciaba la segunda palabra, una segunda homilía, y la música seguía a la conclusión de su discurso. Mi composición se sometió a estas condiciones siete veces y no fue fácil escribir siete movimientos lentos de unos diez minutos cada uno sin cansar a los oyentes. Una aventura impresionante: estas palabras y estas piezas son maravillosas”.
La misma pasión, la misma narración gloriosa del dolor y de la muerte de Cristo se cuenta en los cuatro Evangelios con diferentes matices y de distintas maneras. El Evangelio de Marcos, el más antiguo, en el que se basan Mateo y Lucas, tiene su recorrido, mientras que el de Juan sigue una línea que procede directamente del testimonio ocular del discípulo amado, y es rico en otros detalles. La secuencia de frases de Cristo que propone la devoción y la tradición espiritual quizá no sea la exacta, pero sí la del camino que llevará a Jesús a entregar todo en manos del Padre.
Si escuchamos a Haydn, nos damos cuenta de que no se trata de un acontecimiento, sino de una contemplación que tiende a lo espectacular, a lo impresionante y a lo sangriento; teniendo en cuenta que se trata de un acontecimiento terrible de muerte. Nos encontramos ante la muerte de nuestro Salvador, y lo que es el preludio de su gloriosa resurrección. Esta muerte está ya llena de su vida realizada y llena del fruto de la vida humana, que es la plena comunión con el Padre. Sin embargo, es la mirada hacia la muerte de un condenado, de un hombre que ha sido juzgado como criminal y está sentenciado a muerte. Nos encontramos ante un acto, el de la crucifixión, que tuvo una materialidad impresionante, que es horrorosa en sus detalles y que, sin embargo, fue también un espectáculo.

Quizá nos repugne este pensamiento, el hecho de hacer de la horrible tortura y muerte de un hombre un espectáculo. Pero tomemos el ejemplo de la ciudad de Roma, cuyo monumento más famoso, el Coliseo, fue el lugar donde el espectáculo era básicamente la muerte. Y si pensamos en la actualidad ¿Cuántos se fascinan con los programas de terror, con las imágenes sangrientas y violentas, con las películas, las lecturas, los cómics, las series de televisión, todas centradas en la sangre, en donde el espectáculo es siempre la agresión, que si uno viviera aunque sea una parte, quedaría bloqueado por una milésima parte de esos dolores que se muestran en esas películas, como para decir que se trata de cosas absurdas, sin sentido. ¿Por qué nos fascinan? ¿Por qué las noticias sobre crímenes son siempre las que más se venden? ¿Por qué los acontecimientos sangrientos son los que más llaman la atención? Hay muchos mecanismos que pueden explicar este fenómeno, pero fundamentalmente está el sadismo del hombre. Cuando Jesús es crucificado después de ser azotado de una manera horrible, después de una noche de tortura, y es crucificado con clavos en sus huesos, muere muy rápidamente comparado con el promedio de los crucificados. Aquí, Jesús es la manifestación de las consecuencias de la parte más oscura de nuestro corazón. Mientras miramos a Cristo debemos mirar también a nuestro propio sadismo, reconociéndolo en nuestros corazones. Allí se encuentra la misma violencia que se desató sobre Cristo. Y contemplamos su respuesta a nuestro sadismo, su respuesta al mal que hay en nuestros corazones, con el que debemos saber lidiar. Cristo sabe cómo ayudarnos a afrontar el mal para transformarlo en experiencia de misericordia.
Las siete palabras provienen de un moribundo, pero ¿Cuáles son las palabras de un moribundo? ¿Podríamos olvidar alguna vez las últimas palabras que nos dijo alguien a quien amamos? ¿Podríamos olvidar alguna vez los últimos momentos pasados con alguien que hemos perdido? ¿Podríamos alguna vez olvidar los últimos momentos cuando el Señor estuvo entre nosotros y pensar cuán trágico fue lo que estaba experimentando? ¿Puede un cristiano sacar de su corazón las últimas palabras que el Señor dijo antes de entrar en la nada, en el vacío de la muerte, antes de cumplir plenamente con su encarnación, antes de asumir plenamente nuestro destino? Estas palabras son importantes, tienen el poderoso significado de un testamento.
La Escritura dice que la gloria del hombre se ve en su muerte (cf. Si 11,27). Es cierto, muy a menudo la muerte de un hombre ilumina toda su vida, y si lo pensamos, la pasión de nuestro Señor es el momento central de toda su aventura. Aunque no debemos olvidar en ningún momento que es solo una parte de una realidad: esta es la puerta a la resurrección. Estas palabras que nos ha dado la Iglesia son los caminos para llegar a esta.
El Señor está viviendo el suplicio de la Cruz. Las palabras en Mateo 27,33-34 nos pueden ayudar a entender algo: “Y cuando llegaron a un lugar llamado Gólgota, que significa Lugar de la Calavera, le ofrecieron a beber vino mezclado con hiel; pero cuando lo probó, no lo quiso beber” ¿Por qué? ¿Qué es esta bebida? ¿Qué oferta es la que recibe y por qué la rechaza? El Señor Jesús viene de un suplicio feroz, como la flagelación; venía de otras palizas que había sufrido y cargaba sobre sus hombros la horca, cargaba el madero horizontal, porque con toda probabilidad en el lugar de ejecución ya había maderos verticales dispuestos para los tres condenados a muerte ese día. Este hombre va a sufrir la tortura máxima: el suplicio de la Cruz. Un suplicio muy largo ante el cual se había obtenido un doble permiso de las mujeres de Jerusalén: el primero, cubrir la desnudez de los crucificados con un taparrabos, por un gran sentido de modestia y de nobleza. Luego les dieron una bebida ¿Por qué? Porque la tortura era muy larga. El torturado era enfrentado a sí mismo, como todo torturado debe poder hacerlo, entre el dolor del peso de su cuerpo pegado a sus propios huesos y el hecho de tener que respirar, una posición física que aplasta los pulmones, el pecho, y luego, para poder respirar, tenía que hacer fuerza con uno de sus brazos o con ambos para sacar los pulmones hacia arriba y poder tomar aire. El tormento duraba mucho tiempo, por lo que les daban esta bebida, que era vino o vinagre mezclado con hiel. Era una bebida extraña, era una bebida embriagadora que entumecía al condenado, haciéndolo inconsciente de lo que le estaba sucediendo. Era un narcótico, una manera de no darse cuenta plenamente del dolor que estaba experimentando, era un analgésico, un paliativo, una manera de huir del sufrimiento, un gesto de compasión por ese pobre desgraciado colgado en una cruz, pero también para prolongar el espectáculo. De hecho, las crucifixiones normalmente duraban varios días.
Repitámoslo: la muerte era espectáculo, pero todavía lo es hoy en toda la cultura del terror, así que, desgraciadamente, no deberíamos sorprendernos de este absurdo. Jesús prueba esta bebida y la rechaza. La saborea, es decir, trata de entender lo que es; apenas lo saborea y, cuando entiende lo que es, la rechaza, no la quiere porque el Señor Jesús no quería perder la conciencia de todo lo que estaba pasando. Jesús no quiso aliviar ni una coma de su dolor, no por masoquista, no por una forma estéril de heroísmo, sino por la afirmación de la propia fuerza. El Señor Jesús quiso vivir la cruz, no quiso solo sufrir la cruz. Quiso ser consciente y no narcotizado ¿Qué habría pasado si Jesús hubiera bebido este paliativo? Simplemente, no hubiese podido expresar lo que conocemos como las Siete Palabras de la Pasión de Cristo:
“Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.
“Hoy estarás conmigo en el paraíso”.
“Mujer, ahí tienes a tu hijo”.
“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”
“Tengo sed”.
“Todo está cumplido”.
“Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”.
El Señor Jesús quiso decir estas palabras, quiso que tomáramos conciencia ¿Es posible eliminar estas palabras del Evangelio? No. Todo sería muy diferente sin estas palabras.
Veamos ahora cómo se puede entender todo esto a partir de la contemplación que hace el evangelista Juan. Después de narrar la muerte de Jesús, hace una afirmación fuerte, que surge de la historia y nos da la clave para entender todo. Cuando llega el soldado que le traspasó el costado con una lanza y al instante brotó sangre, Juan continúa diciendo: «Quien ha visto da testimonio…», y en otro pasaje de la Escritura dice: “Mirarán al que traspasaron”. Este es un punto clave para comprender todo el Evangelio de Juan. En esta última frase se encuentra el punto de llegada del relato de la Pasión: “Mirarán al que traspasaron”. Esto es lo que estamos haciendo: nos lanzamos a una aventura que consiste en contemplar al Señor, volviendo la mirada hacia Aquel a quien traspasamos. Volver la mirada hacia Aquel que respondió con amor al mal del hombre. Mirarlo significa levantar la mirada de nosotros mismos. Invito a los lectores a vivir esta aventura desde la perspectiva espiritual esencial para nosotros, los cristianos: dejar de doblarnos sobre nosotros mismos y volver la mirada hacia Él.
[1] Mientras sigues leyendo estas líneas puedes escuchar a las “Últimas siete palabras de Cristo” de Haydn, en https://www.youtube.com/watch?v=3OBa431xI2E.
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