La Virgen está pálida y mira al niño. Lo que habría que describir de su cara es, una reverencia llena de ansiedad que no ha aparecido más que una vez en una cara humana. Y es que Cristo es su hijo, carne de su carne y fruto de sus entrañas. Durante nueve meses lo llevó en su seno, le dará el pecho y su leche se convertirá en sangre divina. De vez en cuando la tentación es tan fuerte que se olvida de que Él, es Dios. Le estrecha entre sus brazos y le dice: ¡mi pequeño! Pero en otros momentos, se queda sin habla y piensa: Dios está ahí. Y le atenaza un temor reverencial ante este Dios mudo, ante este niño que infunde respeto. Porque todas las madres se han visto así alguna vez, colocadas ante ese fragmento rebelde de su carne, que es su hijo, y se sienten exiliadas de esa vida nueva que han hecho con su vida, pero donde habitan pensamientos distintos.
Mas ningún niño, ha sido arrancado tan cruel y rápidamente de su madre como este niño, pues, Él es Dios y sobrepasa por todas partes lo que ella pueda imaginar. Y es una dura prueba para una madre tener vergüenza de sí y de su condición humana delante de su hijo. Aunque yo pienso que hay también otros momentos, rápidos y resbaladizos, en los que siente, a la vez, que Cristo, su hijo, suyo, es su pequeño, y es Dios. Le mira y piensa: “Este Dios es mi hijo. Esta carne divina es mi carne. Está hecha de mi. Tiene mis ojos, y la forma de su boca es la de la mía. Se parece a mi. Es Dios y se parece a mi”.
Y ninguna mujer jamás, ha tenido así a su Dios para ella sola. Un Dios muy pequeñito al que se puede coger en brazos y cubrir de besos, un Dios calentito que sonríe y que respira, un Dios al que se puede tocar; y que sonríe. Es en uno de esos momentos cuando pintaría yo a María, si fuera pintor. Y trataría de plasmar el aire de atrevimiento tierno y tímido con que ella adelanta el dedo para tocar la piel pequeña y suave de este niño-Dios, cuyo peso tibio siente sobre sus rodillas y que le sonríe.
Eso en cuanto a Jesús y la Virgen María.
¿Y José? A José no le pintaría. Plasmaría sólo una sombra, al fondo del establo, y dos ojos brillantes. Porque no sabría qué decir de José y José no sabe qué decir de sí mismo. Está en adoración y está feliz de adorar y se siente un poco exiliado. Creo que sufre sin confesarlo. Sufre porque ve cuánto se parece a Dios la mujer que ama y hasta qué punto está ya al lado de Dios. Porque Dios explota como una bomba en la intimidad de esa familia. José y María están separados para siempre por este incendio de claridad. Y toda la vida de José, imagino, será aprender a aceptar.
Mis buenos señores, ahí está la Sagrada Familia. Ahora, vamos a conocer la historia de Barioná, porque sabéis que quiere estrangular al niño. Corre, se lanza veloz… ya ha llegado. Pero antes de enseñároslo, oigamos un villancico.
¡Que suene la música!
J.-P. Sartre, Bariona, ou les fils du tonnerre, [Barioná, el hijo del trueno]
Jean Paul Sartre, el filósofo francés, tuvo una gran influencia en la segunda mitad del siglo XX. No solo sus tratados filosóficos, sino también sus novelas, cuentos y obras de teatro, que desbordaban de soberbia proclamando su ateísmo. Fue una característica de los escritores y pensadores del siglo pasado, adherir fervientemente al ateísmo como si eso fuera testimonio de su intelectualidad y, Sartre no fue la excepción. Sin embargo, cuando se lee entre líneas, cuando al final de su vida fue bajando la guardia, terminó por admitir sobre Dios: “Hoy, cuando me hablan de Él, digo con la diversión sin pena de un viejo enamorado que se encuentra con su vieja enamorada: «Hace cincuenta años, sin ese mal entendido, sin esa equivocación, sin el accidente que nos separó, podría haber habido algo entre nosotros»”. Investigando sobre su vida, se encuentra un episodio poco conocido. En 1940 se alistó en el ejército, cayó prisionero y estuvo durante un año en el campo de concentración alemán ´Stalag 12D’, junto a otros doce mil franceses. Cuando llegó la época de Navidad, algunos sacerdotes pidieron a las autoridades alemanas que les permitieran celebrar un encuentro religioso para celebrar la fecha. Sartre era amigo de uno de los sacerdotes con quien mantenía extensos diálogos sobre filosofía, por lo que le propuso escribir una obra de teatro y ponerla en escena en Nochebuena. En seis semanas, escribió Barioná, el hijo del trueno, las puso en escena y representó uno de los papeles.