EL PESEBRE DE GRECCIO

Fuente: Giotto, Basílica Superiore de San Francisco en Asís.

Por Giampiero Gambaro

En la Navidad del 1223, hace 800 años, San Francisco de Asís inaugura en Greccio -un pequeño pueblo de Italia Central- la tradición tan preciosa y fecunda del Pesebre de Belén. El pesebre de Greccio tiene sus orígenes en las sagradas representaciones que se celebraban en el Medioevo en las distintas liturgias. En la representación querida y alistada por San Francisco, al contrario de aquellas sucesivas, no se encuentran ni la Virgen Santísima, ni San José, y el Niño Jesús aparece en una forma bastante extraordinaria. En cambio, en la gruta-establo de Greccio se leyó el Santo Evangelio y se celebró la Eucaristía sobre un altar portátil colocado por encima del pesebre. A su costado estaban los dos animales de la tradición bíblica, es decir el asno y el buey. Dijo el Santo de Asís a Juan, su querido amigo:

«Si quieres que celebremos en Greccio esta fiesta del Señor, date prisa en ir allá y prepara prontamente lo que te voy a indicar. Deseo celebrar la memoria del niño que nació en Belén y quiero contemplar de alguna manera con mis ojos lo que sufrió en su invalidez de niño, cómo fue reclinado en el pesebre y cómo fue colocado sobre heno entre el buey y el asno» (Tomás de Celano, Vita prima, 84).

La idea no era totalmente nueva pues ya en 1169 Gerhoh de Reicherberg, teólogo y reformador de la Iglesia en Bavaria, se quejó de que “se habían transformado iglesias en teatros cuando se permitía ver con la imaginación (imaginaliter) la cuna de Cristo, escuchar los gemidos del Niño y ver el traje de la Virgen”. Así que podemos pensar que el proyecto de Francisco no se encontraba tan de acuerdo a los cánones de la disciplina eclesiástica del tiempo, así que San Buenaventura, siempre atento en alejar del Santo cualquier sospecha de no conformidad con las normas litúrgicas, añadió en su relato que Francisco «más para que dicha celebración no pudiera ser tachada de extraña novedad, pidió antes licencia al sumo pontífice» (San Buenaventura, Legenda maior, 10,7).

Este primer Belén era bastante sencillo, faltan la Virgen y San José -que siempre los artistas del tiempo insertaban en sus representaciones de la Navidad- y se encuentran en el pesebre, la paja, el asno y el buey de los cuales, si bien no se habla de ellos en los evangelios canónicos, hay referencia en el profeta Isaías “Conoce el buey a su dueño, y el asno el pesebre de su amo” (Is 1,3). La teología de Francisco es bastante sencilla, lo que le importa más es desear “ver de alguna manera con los ojos de mi cuerpo” la incomodidad que sufrió el Niño Dios colocado en un pesebre. El deseo de ver al Señor. Sobre esto era muy insistente, vale la pena citar dos textos que confirman su teología de la encarnación, la Eucaristía y el sacerdocio. El primero se encuentra en las Admoniciones:

«De donde: Hijos de los hombres, ¿hasta cuándo serán de pesado corazón? (Sal 4,3). ¿Por qué no reconocen la verdad y creen en el Hijo de Dios? (cf. Jn 9,35). Vean que diariamente se humilla (cf. Fil 2,8), como cuando desde el trono real (Sab 18,15) vino al útero de la Virgen; diariamente viene a nosotros él mismo apareciendo humilde; diariamente desciende del seno del Padre (cf. Jn 1,18) sobre el altar en las manos del sacerdote. Y cómo se mostró a los santos apóstoles en carne verdadera, así también ahora se nos muestra a nosotros en el pan sagrado. Y como ellos, con la mirada de su carne, sólo veían la carne de él, pero, contemplándolo con ojos espirituales, creían que él era Dios, así también nosotros, viendo el pan y el vino con los ojos corporales, veamos y creamos firmemente que es su santísimo cuerpo y sangre vivo y verdadero. Y de este modo siempre está el Señor con sus fieles, como él mismo dice: Vean que yo estoy con vosotros hasta la consumación del siglo (cf. Mt 28,20)» (Francisco, Admoniciones, cap. 1).

El segundo lo encontramos en su Testamento:

«Después, el Señor me dio y me da tanta fe en los sacerdotes que viven según la forma de la santa Iglesia Romana. Y si tuviera tanta sabiduría cuanta Salomón tuvo, y hallara a los pobrecillos sacerdotes de este siglo en las parroquias en que moran, no quiero predicar más allá de su voluntad. Y a éstos y a todos los otros quiero temer, amar y honrar como a mis señores. Y no quiero en ellos considerar pecado, porque discierno en ellos al Hijo de Dios, y son señores míos. Y lo hago por esto, porque nada veo corporalmente en este siglo del mismo altísimo Hijo de Dios, sino su santísimo cuerpo y su santísima sangre, que ellos reciben y ellos solos administran a los otros. Y quiero que estos santísimos misterios sean sobre todas las cosas honrados, venerados y colocados en lugares preciosos».

La Eucaristía y el Sacerdocio tienen en Francisco una importancia y un lugar mucho más central de tantos otros temas que quizás podemos pensar. Los sacramentos y de manera especial la Eucaristía permite a San Francisco establecer con sus sentidos de la vista, del tacto y del paladar una relación inmediata y directa con Cristo vivo y presente. Este vínculo estrecho entre Pesebre y Eucaristía lo confirma el relato de Celano:

«Se prepara el pesebre, se trae el heno y se colocan el buey y el asno. Allí la simplicidad recibe honor, la pobreza es ensalzada, se valora la humildad, y Greccio se convierte en una nueva Belén. Llega la gente, y, ante el nuevo misterio, saborean nuevos gozos. La selva resuena de voces y las rocas responden a los himnos de júbilo. Cantan los hermanos las alabanzas del Señor y toda la noche transcurre entre cantos de alegría. Se celebra el rito solemne de la misa sobre el pesebre y el sacerdote goza de singular consolación. El santo de Dios viste los ornamentos de diácono, pues lo era, y con voz sonora canta el santo evangelio».

Hasta ahora, todavía, en el pesebre de Greccio no aparece el Niño, pues solo al final del capítulo uno de los asistentes tiene una visión:

“Un varón virtuoso tiene una admirable visión. Había un niño que, exánime, estaba recostado en el pesebre; se acerca el santo de Dios y lo despierta como de un sopor de sueño. No carece esta visión de sentido, puesto que el niño Jesús, sepultado en el olvido en muchos corazones, resucitó por su gracia, por medio de su siervo Francisco, y su imagen quedó grabada en los corazones enamorados. Terminada la solemne vigilia, todos retornaron a su casa colmados de alegría.”

¡La gracia de desear ver al Señor!

 

 

 

 

 

 

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