Dr. Yordanis Enríquez Canto
Me encuentro repetidamente con personas que al responder a la pregunta sobre mi profesión me comentan: “¿se ocupa de bioética?” “parece interesante…” y arremeten curiosos con otras interrogantes: “¿de qué se trata o para qué sirve estudiarla?” De hecho, como he constatado en relación al neologismo surgido en los años 70 en los Estados Unidos, son pocos los que la conocen y menos los que tienen una idea clara de su objeto de estudio. Claro está que son muy diferentes el conocimiento que se puede tener del término desde el punto de vista académico y la idea que el ciudadano común se puede hacer de las problemáticas que intenta resolver esta disciplina.
De cualquier modo, resulta interesante que no obstante seamos bombardeados diariamente por los medios de comunicación social sobre cuestiones con implicancias bioéticas, aún subsiste un conocimiento – noción que es vago o en la mayoría de los casos superficial sobre esta disciplina.
La bioética se desarrolla a través de una cerrada trama de argumentos que abordan cuestiones biomédicas conocidas, como el mal llamado “aborto terapéutico”, las controversiales directivas anticipadas de tratamiento, las decisiones “terapéuticas” de tipo “preventivo” como resultado de las pruebas genéticas predictivas o la eutanasia.
Un conocimiento, sin embargo, que vaya más allá de lo nominal y que se adentre en las consecuencias antropológicas de estos fenómenos, está prácticamente ausente en la conciencia social.
De este modo, el reto para el hombre moderno proviene del hecho que, mientras aumentan los desafíos éticos como resultado de las aplicaciones tecnológicas y médicas que nos llegan, ya sea a través de los medios de prensa como en la vida privada, solamente un número exiguo de personas se interesa y se empeña en darles respuesta.
Por estos motivos me urge proponer algunas razones por las cuales personalmente estudio y me intereso en el tema. La primera resulta de la pregunta ¿y eso qué tiene que ver conmigo? Detrás de ella se esconde uno de los síndromes con mayor difusión de nuestro tiempo: la falsa certeza de que algunas situaciones nos son del todo ajenas porque pensamos que esas son cosas que les “suceden a otros”.
Consecuentemente, somos llevados a suponer que los problemas vinculados con la infertilidad, con el destino de los embriones supernumerarios, con la posibilidad de acceder a curas en experimentaciones farmacológicas o con la toma de decisiones sobre el uso de analgésicos en los cuidados paliativos, son eventos que no nos conciernen. No obstante esta suposición, nos queda el hecho de que todos nacemos, dependemos por muchos años de nuestros padres, deseamos descendencia y al final nuestra existencia se concluirá después de experimentar nuevamente la dependencia. Esta secuencia, que nos reúne como especie, es la nota distintiva de nuestra frágil condición humana.
Si tenemos en cuenta este factor y el hecho incontrovertible de la tecnologización de la medicina moderna, es absurdo pensar como el epicúreo Tito Lucrecio en De rerum natura, que la Bioética -como la muerte- no nos concierne. Será inevitable, no obstante, que los problemas o dilemas de los que se ocupa toquen a nuestra puerta o a la de alguien cercano.
El segundo motivo viene de otra pregunta en el contexto de la profesión biomédica: ¿y por qué hace eso o por qué actúa de ese modo? Cuándo nos piden las razones de nuestro accionar se está haciendo referencia a su legitimidad. Esta validez depende de una rigurosa práctica cognitiva, que pasa a través de la descripción y comprensión de los datos que entran en relación problemática, hasta llegar al dar soluciones que se traducen en acciones humanas. El poder demostrar la razonabilidad de nuestro actuar es una necesidad que nos es connatural y constituye un requisito de la práctica profesional especialmente en el ámbito sanitario. El uso crítico de la razón y el poder determinar los bienes en juego, nos impiden dar soluciones aparentemente satisfactorias desde un punto de vista práctico o emocional pero que soslayan, la mayoría de las veces, alguno de los factores implicados.
Una respuesta adecuada a esta provocación constituye además un modo de argüir contra la artificiosa polémica que contrapone católicos y laicos en el ámbito bioético. Con ella se intenta falsamente oponer una visión laica que sería “abierta, plural y respetuosa” de las decisiones a la visión católica “cerrada e intolerante”, un enfoque que sería del todo inadmisible en una sociedad plural y democrática. La artificiosidad de esta propuesta presentaría una bioética laica fundada en la “razón y en la conciencia individual” mientras sugiere que el enfoque católico estaría fundado en “dogmas irracionales”. La contraposición resulta ser por lo menos superficial porque olvida que la visión católica, por un lado no prescinde de la justificación racional del contenido prescriptivo de las indicaciones deontológicas y, por el otro, no tiene en cuenta que la fe no mortifica la razón sino que la aguza en la interpretación del dato científico.
Otra motivación personal es la propia responsabilidad como ciudadano y la necesaria participación en la vida pública. En este sentido me apropio del lamento de Hamlet que en este contexto tiene resonancia nueva: “Los tiempos están confusos, oh maldita desgracia, que haya tenido que nacer yo para ponerlos en orden.” La afirmación que es verdadera para cada generación, con los problemas bioéticos adquiere mayor valor persuasivo. Es notorio que la bioética posee un aspecto político, en el sentido que los dilemas en los cuales interviene no sólo tienen repercusiones a nivel personal, sino que implican a la polis en aquellos elementos de interés público que se traducen en leyes. Este último, que no es la suma de los intereses individuales, ni es su más alto común denominador y ni siquiera está representado por aquellos intereses más “ilustrados”, no puede perder de vista su relación con la ley moral. De ahí que ciertos valores fundamentales necesarios para garantizar el bien común deban ser tutelados por la ley.
No estoy augurando con estas afirmaciones un Estado ético, sino la sola responsabilidad de intervenir públicamente para la promulgación de leyes que tutelan bienes esenciales a la convivencia y para el bien común, que de otro modo no serían leyes. A partir de estos elementos se clarifica el impulso sustentado por la bioética para la discusión y el debate, animado por el espíritu de búsqueda de la verdad y no por la necesidad del dominio o del puro consenso.
La globalidad del interrogante bioético no debe, sin embargo, limitar y restringir el empeño de los ciudadanos a la mera constitución de reglas en pos de una ética pública, aún cuando sea motivado por el deseo de favorecer la moralidad de algunas acciones que tienen un contenido relacional evidente. Un enfoque de este tipo sumerge el problema más radical que pone la bioética a la consciencia del hombre que opera en el ámbito médico y sanitario: la valoración del obrar humano personal que se manifiesta a través de las actuales tecnologías.
No hay dudas que la bioética, para el hombre moderno, no deja espacio a la indiferencia. La motivación principal para ocuparme hoy de los dilemas bioéticos se justifica por el hecho de que cuando se propone una controversia bioética, lo que se pone a discusión es el ser humano que somos. Cuándo usted está actuando, a través de sus actos morales no solo lo hace a título personal sino también en nombre de la humanidad y por lo tanto, desafía a cada hombre y mujer como sujeto moral.
Si estas reflexiones no fuesen suficientes para eliminar el sentirse extraño al tema y para motivar que el lego se ocupe del mismo, queda la de valerse de la oportunidad que representa la bioética como crisis en la sociedad moderna. “Aparte de las razones generales -propone Hanna Arendt- existe otra razón aún más convincente para que esa persona se preocupe por una situación crítica en la que no tiene un compromiso inmediato: la oportunidad, nacida de la crisis misma, de explorar e inquirir en lo que haya quedado a la vista de la esencia del asunto” (H. Arendt, Entre pasado y el futuro, Península, Barcelona 1996, p. 186). Un motivo, en el fondo, adecuado para no percibirla como ajena.