Julio Picasso analiza las relaciones entre Cervantes y la traducción

Julio Picasso analiza las relaciones entre Cervantes y la traducción

 

En el 2015 se cumplen 400 años de la publicación de la segunda parte de las aventuras del Quijote. Ante tal celebración por un relato tan bello como fundacional y plurisemántico, recordamos a nuestro maestro Julio Picasso al compartir su puntilloso artículo Cervantes y la traducción. Escrutar en su totalidad el amplio texto de Cervantes y proponer a partir de ello un debate mayor, solo manifiesta un conocimiento profundo y a la vez humilde por ser capaz de querer trasmitirlo a todos.
Pocas mentes tan lúcidas pueden lograr un análisis en verdad firme y convincente sobre los aspectos de la traducción empezando por el contexto cultural de Cervantes, el génesis de la novela y al interior de sus pasajes entre personajes fantásticos así como la voz del mismo ingenioso hidalgo. De esta forma, Picasso termina deviniendo en la grave importancia de conocer nuestra lingua mater (el latín), su gramática y la difusión por la traducción de esta. Esperamos, compartiendo el deseo de Picasso por cultivarnos en las Humanidades, que este texto también despierte la curiosidad por acercarse a la novela de Cervantes Saavedra si aún no se ha tenido la oportunidad.


 

Cervantes y la traducción

 

Julio Picasso Muñoz †
Universidad Católica Sedes Sapientiae

 
lecturaTodo lector de la gran novela de Cervantes sabe que ella es la traducción de un morisco aljamiado de la «Historia de Don Quijote de la Mancha», escrita en árabe por Cide Hamete Benengeli, historiador arábigo y manchego. El mismo Cervantes encontró el texto original en el Alcaná de Toledo. La historia contenía magníficos dibujos y su traducción le costó a Cervantes dos arrobas de pasas y dos fanegas de trigo. Con dicha traducción don Miguel pudo continuar su narración desde el capítulo VIII de la primera parte, donde por falta de información había dejado suspendida la gran batalla de don Quijote con el vizcaíno y a ambos con las espadas en alto.

Es justificado, pues, preguntar al mismo Cervantes, transcriptor de una traducción, o, en su defecto, a don Quijote, tan manchego como Cide Hamete, su opinión sobre la traducción en sí y, si es posible, sobre la traducción de los clásicos latinos o griegos. Informo al público, puesto que no lo registra el historiador arábigo, que yo me ufano de ser trujamán clásico sin cobrar pasas ni trigo en ello.

Hubo autores, como Tamayo y Vargas que calificaron a don Miguel de «ingenio lego», es decir, alguien que no había pasado por universidades ni conocía el latín. Es en lo que, de una primera y rápida lectura de don Quijote, alguien podría concluir, alguien que, por supuesto, tomara tudescamente en serio el desenfado y la ironía de Cervantes. Hablar en griego, para don Miguel, es hablar jerigonza o germanía, lengua de rufianes y ladrones. Las citas latinas de su prólogo exhiben a sus autores trastocados y varias contienen errores. Para leer a León Hebreo, nos dice, basta saber dos onzas de la lengua toscana. En otras palabras, Cervantes no recomienda la lectura de las numerosas traducciones de los tres Dialoghi d’Amore, incluida la del Inca Garcilaso.

Los universitarios y los humanistas tampoco lograron la estima de Cervantes. Entre los delincuentes condenados a las galeras, con los que se topa nuestro entrañable loco (I, 22), figura un rijoso estudiante incestuoso, «muy grande hablador y muy gentil latino», que acaba apedreando y robando al hidalgo caballero. Acordémonos también que, camino a la cueva de Montesinos (II, 22), don Quijote va acompañado de un fulano «de profesión humanista», que nos molesta por un largo trecho con su extravagante erudición.

El humanismo en España y en sus territorios de ultramar pasaba por un mal momento. El «Panorama Social del Humanismo Español (1500-1800)» es pintado por Luis Gil Fernández en tonos grises: menosprecio social hacia los estudiosos; las míseras retribuciones de los profesores, la penuria de medios bibliográficos, la ineficacia de los métodos pedagógicos, todo esto acompañado de la pedantería inaguantable de escritores y predicadores que pretendían más de lo que sabían, fenómeno que apreciamos en el prólogo del Libro de Buen Amor (1330).

Cervantes mismo en el Coloquio entre Cipión y Berganza —dos perros hablantes— hace decir a este último can: «Hay algunos romancistas que en las conversaciones disparan de cuando en cuando con algún latín breve y compendioso, dando a entender a los que no lo entienden que son grandes latinos y apenas saben declinar un nombre ni conjugar un verbo»… «Tanto peca el que dice latines delante de quien los ignora como el que los dice ignorándolos». Cipión le responde: «Hay algunos que no les excusa el ser latinos de ser asnos»…«Para saber callar en romance y hablar en latín, discreción es menester hermano Berganza».

Hasta aquí solo podemos decir que don Miguel despreciaba la pedantería «humanista» de ciertos autores, como Lope; la conducta patibularia de los universitarios de entonces, bien descrita en la picaresca y las apresuradas traducciones de obras italianas. Claro, Cervantes, buen conocedor del italiano, podía leer a León Hebreo y a Ariosto en su lengua original, como quien vivió en Italia durante seis años, entre sus veintidós y veintinueve años de edad. El Licenciado Vidriera, otro magnífico loco cervantino y gran latinista, por cierto, nos ofrece en pocas páginas una completa guía turística de la bella Italia.

En I, 6 estamos con el cura, el barbero y la sobrina de don Quijote ejecutando el donoso y gran escrutinio de sus libros, cuya mayor parte fue a parar al fuego. El ardoroso cura en un momento exclama que si encuentra al cristiano (!) poeta Ludovico Ariosto hablando «otra lengua que la suya, no le guardaré respeto alguno, pero si habla en su idioma, lo pondré sobre mi cabeza». A renglón seguido se lamenta de la pobre traducción del capitán Urrea, «que le quitó (al Orlando furioso) mucho de su natural valor, y lo mesmo harán todos aquellos que los libros de verso quisiesen volver en otra lengua, que, por mucho cuidado que pongan y habilidad que muestren, jamás llegarán al punto que ellos tienen en su primer nacimiento». En resumen, el cura nos enseña que traducir a un poeta verso a verso es una peligrosa
utopía. ¿Y quién no estará de acuerdo con ello?

En II, 62 dióle gana a don Quijote de pasear la ciudad de Barcelona a la llana y a pie con el simpatiquísimo don Antonio Moreno; y sucedió que yendo por una calle, alzó los ojos y vio escrito sobre una puerta con letras muy grandes: «Aquí se imprimen libros». La curiosidad lo venció y entró a la imprenta donde conoció a un hombre de muy buen talle y parecer, y de alguna gravedad. Tras verificar someramente don Quijote que el hombre —traductor del italiano— conocía bien esta lengua, dice estos hermosos, pero difíciles párrafos:

Osare yo jurar que es vuesa merced conocido en el mundo, enemigo siempre de premiar los floridos ingenios ni los loables trabajos. ¡Qué de habilidades hay perdidas por ahí! ¡Qué de ingenios arrinconados! ¡Qué de virtudes menospreciadas! Pero con todo esto me parece que el traducir de una lengua a otra, como no sea de las reinas de las lenguas, griega y latina, es como quien mira los tapices flamencos por el revés, que aunque se ven las figuras, son llenas de hilos que las escurecen, y no se ven con la lisura y tez de la haz; y el traducir de lenguas fáciles ni arguye ingenio ni elocución, como no le arguye el que traslada ni el que copia un papel de otro papel. Y no por esto quiero inferir que no sea loable este ejercicio de traducir, porque en otras cosas peores se podría ocupar el hombre y que menos provecho le trujesen. Fuera desta cuenta van los dos famosos traductores: el uno, el doctor Cristóbal de Figueroa en su Pastor Fido, y el otro, don Juan de Jáuregui en su Aminta, donde felizmente ponen en duda cuál es la traducción o cuál el original.

Don Quijote, pues, empieza alabando la tarea de la traducción y deplorando el poco aprecio de la sociedad por los traductores. ¡Frases en verdad consoladoras! Luego nos enseña que es muy loable traducir «de las reinas de las lenguas, griega y latina». ¡Frases, por cierto, alentadoras! Luego nos repite con otras palabras lo utópico que es traducir toda la belleza del original. Hasta aquí los traductores, sosegados, no protestamos.

Pero las últimas frases necesitan exégesis por el excesivo desenfado con el que están escritas: «Don Quijote, en efecto, no hay cosa donde no pique y deje de meter su cucharada»… «El traducir de lenguas fáciles ni arguye ingenio ni elocución»… ¿Cuáles son estas lenguas fáciles, don Quijote? ¿Las romances, en comparación con las otras? ¿Las modernas en comparación con las clásicas? ¿Las que han servido para materias no literarias?… El hecho es que a continuación don Quijote alaba las traducciones de dos obras de arte italiano: el Pastor Fido de Guarini y el Aminta de Tasso. Y nadie en su sano juicio, ni el mismísimo don Quijote, consideraría «lengua fácil» la de Guarini y la de Tasso.

En el fondo de esta mal ensamblada crítica de la traducción creo que subyace el afán de promover el aprendizaje de lenguas contemporáneas (que son «fáciles» en comparación con las clásicas). Solo así se pueden apreciar debidamente las obras literarias extranjeras. En segundo lugar, me parece encontrar en Cervantes una velada crítica a la traducción indiscriminada de cualquier obra más banal, inútil o mal escrita que fuere, como los best seller de la época. Y si es así es, me suscribo por completo a la opinión de Cervantes, mejor, de don Quijote: mas dejemos tranquilos a estos traductores venales porque en otros peores se podría ocupar.

Cervantes, en resumen, considera loable las traducciones de las obras latinas y griegas, y necesario el estudio de estas lenguas. Corroboro esta última afirmación con una frase del Licenciado Vidriera: «No se puede pasar a otras ciencias si no es por la puerta de la gramática (latina)». ¡Verdad más grande que el cielo! ¿Cuándo caeremos en la cuenta de que sin nuestra lingua mater no hay historia, pensamiento, teología o lenguaje que se sostengan?

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