Por María Mercedes Medina Muñoz
Según el informe Nacional de Lucha contra la Desertificación y Mitigación de los efectos de la Sequía, en su primera edición de julio del 2011, elaborado por el Ministerio del Ambiente, se estableció que: “La desertificación es un proceso de degradación del medio físico y biológico por medio del cual tierras económicamente activas de los ecosistemas áridos, semiáridos y subhúmedos secos, por diversos factores tales como las actividades humanas y las variaciones climáticas, pierden su capacidad de revivir o de regenerarse a sí mismos, desarrollando, en casos extremos, un ambiente incapaz de contener a las comunidades que antes dependían de él. La sequía es el fenómeno que se produce naturalmente cuando las lluvias han sido considerablemente inferiores a los niveles normales registrados, causando un agudo desequilibrio hídrico que perjudica los sistemas de producción de recursos de tierras”.
Hasta el año pasado, 8 años después del informe elaborado por el Ministerio del Ambiente, nos encontramos con una brecha de más de 3.6 millones de peruanos que no cuentan con agua potable, (2018 Enaho – INEI); y esta brecha se ha hecho más grande y evidente durante esta de pandemia por la COVID – 19, sin contar con el incremento de los ecosistemas degradados del país que cada año aumenta por causa de la deforestación, la minería ilegal, entre otros.
Es la escasez de agua un factor determinante en la pobreza de un territorio, y para garantizar el agua es necesario construir una conciencia colectiva en torno al conocimiento, que el agua la proveen los ecosistemas y que los ecosistemas saludables proveen el agua en la cantidad y calidad que se requiere para el consumo y las actividades productivas. Los ecosistemas cada vez más degradados pierden esta capacidad de regular y proveer agua, incrementando la pobreza en la población. Finalmente sabemos que nadie produce sin agua, sin producción no hay alimentación y nadie con hambre podría priorizar la conservación de los ecosistemas.
Nuestros países megadiversos enfrentan la paradoja de albergar en las zonas de mayor riqueza natural, a las personas en mayor condición de pobreza, pobreza extrema y vulnerabilidad, de desigualdades de género y discriminación; y es a estas personas a quienes se les encomienda la responsabilidad de conservar el patrimonio natural sin recibir ninguna retribución que mejore sus condiciones de vida y encausando el desarrollo económico desde la única alternativa posible, que es la extracción de los recursos naturales, llevándolos así hasta su agotamiento.
Sabemos que es posible lograr revertir el impacto y que la restauración de estos ecosistemas degradados se alcanza a través de un trabajo equitativo y digno, en la medida que las poblaciones vulnerables, las mujeres y las niñas, alcanzan mejores condiciones de participación con posibilidades de autogestionar sosteniblemente sus medios de vida y territorios.
El camino siempre será el consenso bien informado, ese que permite lograr acuerdos multiactor y multisector en el territorio, que acerca la producción sostenible y resiliente hacia el mercado y donde la economía tradicional vira hacia una economía verde y circular que genera nuevos emprendimientos. Son muchos los ejemplos, aunque muy locales todavía, que demuestran que las comunidades empoderadas, con igualdad de oportunidades para hombres y mujeres, con medios de vida acompañados de buenas prácticas de manejo ecosistémico y productivo, con fortalecimiento técnico y administrativo de sus organizaciones, con un sistema trazable y de rendición de cuentas que permita una redistribución equitativa de sus recursos, pueden mejorar la calidad de vida y al mismo tiempo recuperar sus ecosistemas.
Esta pandemia que estamos atravesando nos ha demostrado que necesitamos trazar una ruta diferente en torno a la salud, a la educación y a gestionar de otra forma nuestros recursos naturales; también, que todos somos capaces de asumir decisiones en sociedad para que todos podamos contar con ecosistemas saludables de los que dependemos por agua, alimentos y materia prima para mejorar nuestra calidad de vida y la de tantas personas que tienen el derecho constitucional a un ambiente sano. La lucha contra la desertificación y la degradación es una lucha por la vida, y es también una responsabilidad y un compromiso de la sociedad, no solo del gobierno.