Navidad: Hay algo divino en lo humano.

El Vicerrector Administrativo de la UCSS, P. Dr. Giampiero Gambaro, comparte una interesante reflexión sobre la importancia de ver la esencia de la Navidad en Jesús Niño, más allá de los temores y perturbaciones que nos alejan de su mensaje central.

Giotto di Bondone, La Natividad (S. XIV)

Por P. Dr. Giampiero Gambaro, Vicerrector Administrativo de la UCSS.

Cada año nace y renace Jesús; nace y renace Dios en el mundo, no por esfuerzos humanos, sino por iniciativa Suya, en los espacios de la humanidad. Belén nos enseña que Dios nace, no solo en un contexto humilde, sino en una cueva, en medio de animales, en un ambiente bastante sucio, lleno de bacterias y junto a pastores que, por cierto, no eran pudientes dueños de ovejas y cabras, sino vaqueros: gente temeraria y dura contratada para defender a los animales de bandidos y lobos en las noches del desierto. Dios, además, nace en una Belén de Judea gobernada por el Imperio romano, bajo la administración del ruin rey Arquelao, miembro de la violenta y cruel dinastía de Herodes el Grande, quien llegó incluso a matar a sus propios hijos.

Desde entonces, Jesucristo llega cada año para hablarnos con voz de niño, para decirnos que, en cada uno de nosotros hay algo divino, a pesar de que los rumores y clamores de la gente y del mundo nos quieran convencer, con voz más y más fuerte que no, que no hay nada de sagrado ni de divino en la vida.

Etty Hillesum, joven mujer hebrea muerta en Auschwitz el 30 de noviembre de 1943, durante su profundo y trágico camino en medio de la catástrofe de la Shoah encuentra al Dios de Jesucristo y confiesa: «Dentro de mí hay un pozo muy profundo. Y ahí dentro está Dios. A veces me es accesible. Pero a menudo hay piedras, arena y escombros tapando ese pozo y entonces Dios queda enterrado en mí. Hay que desenterrarlo de nuevo». Entre los escombros, recuerda Etty, encontramos nuestra compulsión por querer y hacer de todo para ser mejores que los demás, por ser reconocidos con títulos, etiquetas, o formas de posicionarnos en una jerarquía, a menudo cultural, que nos dé seguridad.

No es, sin embargo, suficiente hablar de Dios para desenterrarlo y hacerlo volver a brillar en el corazón; hay que despejar el camino que nos lleva a Él. Para hacer esto hay que ser buenos conocedores de nuestra humanidad: las relaciones con los padres, las memorias de nuestra niñez, nuestros sueños, sentidos de culpa, complejos de inferioridad y miedos; es decir, de todas las herramientas que resulten útiles para liberar el dicho camino.

Navidad nos invita a quedarnos en los brazos de Dios y a escuchar la ternura de Dios dentro de nosotros, a pararse en espera de que llegue la presencia de Dios. Acaso ¿no es esta la misma sutil voz a la que se refiere en Apocalipsis: «Mira que estoy a la puerta y llamo: si uno escucha mi voz y me abre, entraré en su casa y comeré con él y él conmigo» (Ap 3,20). Compartir la cena con el Señor es convertirse en amigo suyo y en una persona buena y compasiva, como Él, pues Jesús nos enseña a encontrar la felicidad así: «Cuando ofrezcas un banquete, llama a pobres, mancos, cojos, ciegos, y serás bienaventurado» (Lc 14,13).

Por eso, el Señor a menudo no nos muestra su rostro, sino que este brilla en el apoyo dado a los demás, como recuerda la parábola del juicio final a quienes han ayudado al prójimo: «Tú me lo has hecho a mí». El Señor está presente en cada gesto de amor, palabra de perdón y en el compromiso de quien lucha contra la violencia, el odio, la carencia, la enfermedad y el dolor. Como dice San Agustín: «No te aflijas ni te lamentes por haber nacido en una época en la que ya no puedes ver a Dios en carne y hueso. Porque Él no te ha quitado ese privilegio. Como Él dice: Lo que le hagas a mis hermanos, a mí me lo has hecho».

Que el Niño Jesús, en estos días navideños, nos regale el don de interceder con gestos, palabras y oraciones por los demás, y así poder ver la luz de Dios en el rostro de cada ser humano.

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