¿Puede el ser humano evitar ser corrupto o se trata de un fin inevitable?
Por José Manuel Aroste,
estudiante de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas.
En el principio, según el relato canónico, la humanidad sucumbió a la tentación. La serpiente susurró promesas de conocimiento prohibido y poder, y Eva, seducida por la tentación, tomó el fruto y lo compartió con Adán. Así comenzó la historia humana, marcada por la eterna lucha entre el bien y el mal, entre la pureza y la corrupción.
Etimológicamente, su definición se refiere al hecho o efecto de corromper, pero va más allá de un simple deterioro. Es el desvío de los principios éticos y morales hacia intereses egoístas y destructivos. Si observamos la historia, desde la antigua Grecia hasta nuestros días, encontramos que la corrupción ha sido una constante, manifestándose de diversas formas y afectando profundamente a las sociedades.
El Perú contemporáneo no es ajeno a esta realidad. A lo largo de las últimas décadas, hemos sido testigos de escándalos políticos y económicos que han erosionado la confianza de la ciudadanía y han debilitado nuestras instituciones. La corrupción se ha enraizado en todos los niveles de la sociedad, socavando el desarrollo y perpetuando la desigualdad.
El filósofo Jorge Ruiz de Santayana advirtió: «Aquellos que no recuerdan el pasado están condenados a repetirlo». Esta frase resuena profundamente en el contexto peruano, donde la historia parece repetirse cíclicamente. A pesar de los esfuerzos por combatirla, la corrupción persiste alimentada por la impunidad y la falta de transparencia.
Manuel Quiroz, en su exhaustivo estudio sobre la historia de la corrupción en el Perú, traza un recorrido desde los tiempos virreinales hasta nuestros días, destacando cómo esta patología ha evolucionado y adaptado sus métodos a lo largo del tiempo. La corrupción no es solo un problema estructural, sino también cultural, que se evidencia en prácticas arraigadas y en la falta de una ética pública sólida.
Doña Lucía, sabia consejera de mi infancia, solía hablar del término «obrar con rectitud«. Para ella significaba vivir sin intención de hacer daño, actuando siempre con honestidad y justicia. Si los líderes políticos comprendieran y practicaran este principio ¿Cómo cambiaría nuestro país? Sin duda, una formación en valores desde la escuela podría marcar una diferencia significativa. Comencemos a entender que la educación, junto con la participación activa en política, puede iluminar el camino hacia un futuro mejor.
La solución a la crisis política y moral que enfrenta el Perú no es sencilla, ni rápida. Requiere un compromiso colectivo para promover la transparencia, fortalecer las instituciones y fomentar una cultura cívica basada en valores éticos. La educación -reitero- juega un papel crucial en este proceso, capacitando a los ciudadanos para que sean conscientes de sus derechos y responsabilidades.
El país está en un momento decisivo de su historia. Las elecciones y decisiones que tomemos hoy determinarán nuestro futuro colectivo como nación; pero también en nuestras propias decisiones en lo cotidiano, desde nuestros espacios laborales, familiares, amicales. Es tiempo de despertar del letargo de la indiferencia y actuar con determinación y esperanza hacia un país más justo y próspero para todos. Donde no sigamos cediendo el beneplácito de acabar con las lecciones de la historia y el sueño de un futuro justo para todos los peruanos.
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