Por Rauf Neme Sánchez
A la hora de la tarde, la página se encarna en un hombre. Este camina ataviado como un caballero medieval por la plaza del pequeño pueblo de Quipán y a sus pasos va diciendo: “Levántate, pagano, y toma tus armas y caballo. Pues tanto me llamaste, he venido para ver si eres tan feroz en los hechos cuando tienes la fama y el parecer”. Su enemigo, el príncipe moro Fierabrás de Alejandría, descansa bajo la sombra de un árbol y se percibe satisfecho: por fin sus invectivas contra el emperador Carlomagno han hecho efecto en el corazón de un cristiano. La escena pertenece a un famoso relato caballeresco que se representa cada año en algunos pueblos asentados en el valle de Canta, donde sus gentes todavía conservan el gusto por recitar fragmentos de la Historia de Carlomagno y los doce pares de Francia.
La fuente de esta historia es el poema épico Fierabrás (1170), texto que nos remite al medioevo francés y a los cantares de gesta que componen el ciclo carolingio, como La chanson de Roland, el Speculum historiale y La crónica de Pseudo Turpin. En España, el ciclo de Carlomagno se popularizó como un relato caballeresco por la mano de Nicolás de Piamonte o Piemonte, cuya traducción prosificada se tituló Historia del Emperador Carlomagno y de los doze pares de Francia, et de la cruda batalla que uvo Oliveros con Fierabrás, rey de Alexandría, hijo del grande almirante Balán. El argumento de este curioso libro abunda en episodios de aventuras, retos y guerras que dan cuenta de las hazañas y sacrificios del gran emperador de la cristiandad y de sus doce caballeros que luchan por recuperar las sagradas reliquias secuestradas por los moros. Por esta razón, el libro caló en la afición de la masa popular, que estaba ávida por ese tipo de ficciones de frontera. Fue así que desde su aparición en la imprenta sevillana de la casa Cromberger, en 1521, la traducción de Piamonte se convirtió en un best seller.
En su tránsito hacia América, los romances inspirados en las páginas de la historia de Carlomagno eran recitados entre la soldadesca para alimentar la imaginación de la Conquista. Su transmisión de manera oral perduró y se intensificó sobre todo entre las clases más bajas. Con ese alcance, no es de extrañar que en México, Guatemala, Perú, Bolivia, Chile y Argentina sus lectores hayan sido pobladores rurales que accedieron a estos libros a través de ediciones de bajo coste.
En Quipán, Pampacocha y San Pedro de Huaroquin, pequeñas comunidades campesinas asentadas en la provincia de Canta, la novela se ha convertido en representación, en un genuino teatro popular que forma parte de las festividades religiosas principales. ¿Cómo llegó la costumbre de escenificar Carlomagno en estos pueblos? ¿Quiénes la introdujeron y con qué propósito? Estas lagunas o vacíos documentales son muy frecuentes en la historia de las tradiciones populares. Cuando visité por primera vez Quipán, los lugareños me dijeron que era una tradición muy antigua, heredada por sus abuelos. Para la comunidad era precisar ese antes del antes que desde luego es una ausencia.
Mi informante, Aníbal Campos, había regresado al pueblo de Quipán como cada año por motivos de la fiesta de San Pedro y San Pablo. Su anciana voz tenía esa peculiar vibración que se forma cuando uno verbaliza sus recuerdos de la infancia. Me contó que en aquel tiempo la representación de Carlomagno era más imponente, los moros y cristianos entraban a la plaza montados sobre sus caballos, las pallas estaban engalanadas de flores y los niños guardaban la costumbre de memorizar fragmentos de la historia. “Sabe, yo tengo aún mi libro”, me confesó al tiempo que me hizo señas para que lo siguiera. Caminamos hacia la casa familiar. Por el lado izquierdo del pueblo se podía ver la franja de cerros deslucidos por el invierno de junio y en el aire aún estaba suspendido el humo de los petardos de la procesión. El hombre ingresó encorvado por la puerta y apareció luego con un pequeño libro de la Historia de Carlomagno entre sus manos. La tinta de los subrayados había traspasado las hojas de las partes que solía aprenderse cuando le tocaba ser Oliveros o Fierabrás. Aquel momento fue una intersección de tiempos: la historia del libro, la historia de un lector y la historia de una comunidad. No demoró en decirme que poseía otro ejemplar en Lima. Porque este se quedaba en su pueblo. “Van siendo pocos los que se acuerdan de la historia”. Viéndolo de ese modo, el libro era la reliquia y Aníbal Campos su custodio como uno de los últimos doce pares de Carlomagno.
Culminada la fiesta, abandoné el pueblo la siguiente tarde entre la algarabía de los bailes y la entrega de la mayordomía. Ordenaba mis notas mientras descendía en una camioneta hacia el valle. Se hacía de noche, pero bajo la última luz un caballero sobreviviente se despedía en el pórtico del pueblo, probablemente para seguir soñando con los moros.