Sobrevivir para nombrar la violencia: una mirada académica y testimonial.

Como cada año, el 25 de noviembre se conmemora el Día Internacional para la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres.

Por: Dra. Guisella Ivonne Azcona Avalos

Cada 25 de noviembre, Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, volvemos a recordar que este problema no es un asunto “privado” ni doméstico, sino una grave violación de derechos humanos. La violencia contra las mujeres atraviesa cuerpos, biografías y proyectos de vida, pero también interpela a los Estados, a las instituciones de justicia, a las universidades y a toda la comunidad educativa.

Desde que tengo uso de razón, crecí en un hogar atravesado por la violencia. Fui víctima de violencia física y psicológica ejercida por mi padre durante más de dos décadas. Esa violencia no se limitó a los golpes: se manifestó también en humillaciones, insultos, amenazas y un control que buscaba anular mi autoestima y mi capacidad de decidir. Al mismo tiempo, fui testigo de la violencia física, psicológica y sexual que mi madre soportó durante años.

Hubo momentos en los que también yo estuve expuesta a situaciones de violencia sexual. Por diversas circunstancias pude protegerme. Pero la amenaza constante dejó marcas profundas en mi cuerpo y en mi memoria. El hogar, que debería ser un espacio de cuidado, era más bien un territorio de miedo.

Cuando mi madre decidió denunciar, en los años noventa, llevó a la comisaría todas las evidencias posibles. Esperábamos encontrar profesionalismo y cumplimiento de la ley. En cambio, recibimos burlas, indiferencia y culpabilización. Aquella respuesta se convirtió en una forma de revictimización institucional que reforzó el mensaje de que la violencia sufrida era, en el fondo, nuestra culpa.

El daño producido por la violencia sostenida en el tiempo no se reduce a las lesiones visibles. Durante años, la acumulación de golpes, gritos y humillaciones generó en mí una profunda inseguridad respecto de mi propio valor y de mi capacidad para salir adelante. En mi etapa universitaria, la sensación de no valer me llevó a un punto límite en el que intenté quitarme la vida.

Lo que me detuvo fue el acompañamiento de docentes que escuchan, que creen y que derivan a la atención psicológica profesional. La primera intervención psicológica que recibí abrió un espacio para resignificar lo vivido, para ponerle nombre a la violencia y para comprender que la culpa no era mía.

Mi experiencia con la comisaría en los años noventa es un ejemplo de cómo la revictimización institucional puede desactivar la denuncia y reforzar el silencio. A la luz de los estándares actuales, aquella omisión no es solo un error individual, sino un síntoma de la ausencia de políticas públicas y de mecanismos de rendición de cuentas.

¿Por qué contar esta historia en un espacio universitario? Porque la violencia contra las mujeres no es ajena a la vida académica. Estudiantes, docentes y trabajadoras administrativas pueden ser —y son— víctimas de violencia en sus hogares, en sus relaciones de pareja y, en ocasiones, dentro de la propia institución.

Como docente investigadora, mi historia personal se ha convertido también en un motor para la acción. Haber sobrevivido a la violencia y haber encontrado en la educación un camino de autonomía me impulsa a trabajar para que mis estudiantes sepan que no están solas, que su palabra vale, que tienen derecho a ser escuchadas y protegidas, y que la universidad puede ser un espacio de escucha y de construcción de proyectos de vida libres de violencia.

Contar mi historia no busca exhibir el dolor, sino mostrar que detrás de las estadísticas y de los tratados internacionales hay vidas concretas, con cicatrices, miedos y también con capacidades de resistencia y de transformación. Hoy sigo en proceso de acompañamiento psicológico, porque sanar no es un acto instantáneo, sino un camino continuo.

En este 25 de noviembre, mi invitación a la comunidad universitaria es doble: mirar críticamente nuestras propias prácticas e instituciones; y escuchar y creer a las sobrevivientes, entendiendo que su testimonio es también una forma de conocimiento y una fuente imprescindible para transformar el derecho, la educación y la cultura.

Doctora y Magíster en Educación, Licenciada en Educación con especialidad en Filosofía y Religión, con diversos diplomados en gestión, innovación educativa e investigación. Docente investigadora de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la UCSS, donde dirige cursos de metodología y tesis.

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