Por KRISTHIAN AYALA CALDERÓN 1
Docente UCSS
La devoción al Señor de los Milagros tuvo un innegable nacimiento popular. Su peculiar historia a partir de la necesidad religiosa de un protector, de una fe y una proximidad al Creador, así lo confirman.
Hoy, luego de más de 300 años de historia y arraigo en la fe de los peruanos de todo el mundo, la imagen de este Cristo Crucificado aún sigue protagonizando la misma naturaleza que lo hizo nacer en el corazón de la fe limeña: el muro de los barrios más populares de la ciudad.
El muro de Pachacamilla
Cuenta la historia que en un muro de adobe del barrio de Pachacamilla, en la Lima del siglo XVII, un angoleño pintó la imagen de un cristo yacente en la cruz con rasgos propios, que representaría inicialmente la devoción de un grupo humano diverso, quizá la propia demostración de los inicios de nuestro arraigo pluricultural.
Hacia 1636 -19 años antes de la pintura en el muro- Lima estaba compuesta por una mayoritaria población de origen africano con 13,620 personas; 10,758 españoles; 1,426 indios; 861 mulatos; 377 mestizos y 22 chinos; según el censo enviado por el arzobispo Hernando Arias de Ugarte al Virrey Conde de Chinchón (Benito, 2005, p.136).
Pachacamilla, en tanto, representaba esta variedad cultural en un entorno de convivencia de diversas creencias ancestrales, en medio de las cuales la presencia africana acabó por amoldarse rápidamente –a diferencia de países como Cuba o Brasil- donde mantuvieron sus creencias originarias (Rostworowski, 1992, p. 140). En el Perú, en cambio, los africanos se adaptaron a una geografía ajena y una cosmovisión milenaria distinta, sin que eso restara el valioso aporte de la afroperuanidad a la cultura nacional.
Pese a que existían leyes particulares que evitaban la unión entre africanos e indígenas, la mistura cultural fue inevitable. La religión no fue exenta, fue así que en más de cien años, en el asentamiento de Pachacamilla se mezclaron la religión ancestral de los indígenas y la fe cristiana frente a una religión africana ya adaptada. Se pasó de creer en el dios Pachacamac a ver en el Cristo Moreno la esperanza y la misericordia con sus devotos, que no los castigue con temblores y los libre de todo mal.
El Cristo de Pachacamilla nació en un muro de la mano de un pintor humilde, en la entonces periferia de la ciudad de Lima, uno de los personajes ajenos al esquema de poder del virreinato. Y es quizá su presencia, en ese sencillo bloque de adobe, el propio milagro de unir razas, orígenes, creencias en una misma fe y esperanza.
El Cristo de las Maravillas –como también se le conocía- representaba la esperanza de ese pequeño pedazo de la periferia urbana y fue milagrosamente expandiéndose a lo largo del virreinato gracias a sus sorprendentes manifestaciones y su resistencia frente a los temblores de estas tierras inquietas y los intentos por borrar su pintura, por considerarla una expresión pagana o, quizá, sacrílega.
Gracias a la dedicación y la fe de hombres y mujeres tocados por la misma imagen poderosa de un Cristo yacente en la cruz, con su madre y la magdalena a sus pies, la antigua ermita dedicada al “Cristo de las Milagros”, como lo llamara el propio Rey de España, en real cédula hacia 1681, reconociendo los hechos milagrosos y pidiendo la construcción de su capilla, pudo transformarse en un espacio más reconocido, visible y digno de la devoción popular, sin prohibición alguna. Capilla que hoy es el Santuario de las Nazarenas.
Del muro a las calles
Los terremotos de 1687 y 1746 consolidaron su arraigo milagroso en la población de una Lima más grande y su fama se extendió a los linderos del virreinato del Perú, al permanecer firme ante el desastre, pese a la precariedad del muro. Fue así como nació la idea de pasear una réplica de la sagrada imagen por las calles, para aplacar la ira divina y calmar la tierra, tal como lo hacían los indios de Pachacamac ante el tótem del dios andino frente a los embates de la naturaleza. El lienzo, copia de la imagen original del muro, sale en procesión como tal en octubre de 1747.
Es impresionante cómo en más de 300 años de historia, la devoción a este Cristo Moreno, Cristo Morado, Señor de las Maravillas, Señor de los Milagros, ha logrado converger a todas las sangres y esperanzas de un pueblo, representando, cuando menos, su rostro: en todos sus colores, en todas sus realidades y en todas sus profundas diferencias.
De la tradición española se adquirieron la hermandad y cuadrillas de cargadores, cantoras y sahumadoras y hoy constituyen la columna vertebral de la procesión considerada la más grande del mundo, por su repercusión nacional y su réplica en las principales ciudades en donde los inmigrantes peruanos consiguieron posicionar su particular fe.
Ser parte de la procesión y estar lo más próximo al anda, a la efigie sagrada, es toda una experiencia mística que atrapa entre las melodías penitentes de la banda de músicos, pero de manera curiosa, en las rasgadas voces de lamento de las cantoras que –cómo no- recuerdan esa herencia africana presente no solo en el color de la piel que se funde en el mar morado, sino en una lejana melodía que rememora, ciertamente, los primeros cantos con que los africanos de Pachacamilla, alborotando a los vecinos, dedicaban al Cristo del muro de adobe.
Sin duda, la esencia de la procesión es el pueblo que avanza entre sí y dirige su mirada a la imagen de un Cristo yacente, pero vivo, en quien depositan su dolor y su fe, con la esperanza de un milagro, con la ofrenda de una promesa, sin importar el tumulto y cuánto apriete el gentío en las estrechas calles del Centro Histórico de Lima.
El barrio reclama un muro
Aun hoy, luego de más de tres siglos de historia religiosa y popular, la esencia del Señor de los Milagros se mantiene intacta en el pueblo peruano. Aquel muro de Pachacamilla hoy ha revivido en las calles de los Barrios Altos, La Victoria, El Rímac, El Callao y otros tantos a lo largo del país. Estos muros pintados en barrios con tradición han superado la simple iniciativa de los vecinos de pintar, en un muro abandonado y vacío, la imagen del Cristo Moreno y se ha convertido en un importante ícono de la fe que ha sido capaz de transformar el entorno de barrios peligrosos y ha traído paz y respeto a la zona. El milagro de la seguridad ciudadana, de la tranquilidad y de la devoción cercana es el distintivo de estos muros, que dialogan con el entorno, con la cultura popular del fútbol y la fe, una particular alianza que hace frente a la violencia y a la inseguridad que amenazan constantemente.
Y hoy, como lo hiciera un negro angola en 1655, se trata también de un pintor surgido del barrio, un personaje mentado por el vecindario con tintes legendarios, el de la mano y el pulso bendecidos que todos respetan y mencionan.
Con todo, la esencia del Cristo Milagroso en el muro ha reivindicado, en los últimos años, esa naturaleza religiosa del barrio que subsiste fuerte gracias a una creencia en un dios crucificado, pero poderoso; impregnado en un muro, pero presente en el corazón del vecindario. Esta es, sin duda, la base de su fe: el patrimonio de un pueblo que hace suyo a su Salvador.
Bibliografía
Benito, José Antonio, Gratteri, Vincenzo, San Cristóbal, Antonio, Pini, Francesco, Peluso, Gian Corrado (coord.) (2005). El rostro de un pueblo. Estudios sobre el Señor de los Milagros. Lima, Perú: Fondo Editorial de la Universidad Católica Sedes Sapientiae.
Poma de Ayala, Huaman (2017). Nueva Crónica y Buen Gobierno. Lima, Perú: Ministerio de Relaciones Exteriores del Perú.
Rostworowski de Diez Canseco, María (1992). Pachacamac y el Señor de los Milagros. Una trayectoria milenaria. Lima, Perú: IEP ediciones.
La procesión de los milagros (Lima, 24 de octubre de 1914). Variedades, pp. 1365-1366.
Es profesor del curso de Redacción y jefe de la oficina de Comunicación Corporativa de la UCSS. En 2001 publicó su primer libro: “El Periodismo Cultural y el de Espectáculos. Trayectoria en la prensa escrita. Siglos XIX y XX” bajo el sello editorial de la USMP.
Es bloguero cultural (Solo por escribir) y de narrativa (Ganas de contarte que) en el portal periodístico La Mula.